Nuevo ejercicio del curso. El defecto: Describe los rasgos psicológicos de un personaje a partir de una tara física. En este caso me he salido mucho del ejercicio, aunque cumplo en un momento particular con lo que se pedía. espero que guste. Gracias.
IDOIAS
Residencia de Uzqueta y Aldaba,
13 de abril de 2057
13 de abril de 2057
– ¡Sebastian, cariño! ¿Qué haces?
–lo interpela, desde el exterior, una voz de cincuenta años de experiencias
compartidas.
Don Uzqueta,
que necesita todavía varios latidos para salir del ensimismamiento, al que se
ve sometido por aquel ajado armario, pero, sobre todo, por un tropel de lúcidos
recuerdos, responde errático:
– ¿Sí, Estíbaliz? ¡Sí, sí, dime!
¡No, nada importante! ¡Papeleo, cielo, papeleo!
– ¡Anda,
sal! ¡Idoia tiene que estar al caer, su clase de fagot terminaba a y media!
– ¡No te
preocupes, no tardo! –vocea desde la ventana de uno de los cuartos de
invitados.
Ella
continúa hablando, hasta el monólogo interior, como casi siempre; mientras él, como desde hace mucho, vuelve a
abandonarse a sí mismo. Y regresa al dichoso mueble, a las reminiscencias de
décadas pasadas que desprende en forma de acre y pesado olor, a sus puertas
macizas, y a la promesa de un viaje al pasado en sus entrañas. Lo abre. Dentro
le aguarda un caos de fotos enmarcadas, ajenas a la fiebre de los reproductores
holográficos, y parapetadas estas por una pila de revistas científicas. Las va
despachando hacia la cama, sin recato, hasta que logra acceder a las
instantáneas más pretéritas. Allí está ella.
Tras pasar
el dedo sobre el metacrilato, dibujando una “O” libre de polvo sobre su rostro,
esgrime el puño de su camisa hasta liberar toda la escena de años de olvido
bajo llave. Sonríe. Se apresura a ponerse las gafas y enfocar de nuevo su vista
en la fotografía. En un extremo de la misma, una réplica treinta y cinco años
más joven de si mismo empuñaba un rodillo con la diestra, mientras su zurda
lucía en jarra sobre su respectiva cadera; en el otro, Idoia, su oponente, su
compañera de peripecias, su torbellino en chándal, su pirata (tal como solía
llamarla), blandía resuelta una paleta ungida en nata de repostería. Obvia los
detalles de aquella minúscula cocina y se centra en su hija; en esa sonrisa tan
amplia de “si sigues sonriendo te vas a lavar las orejas”, en ese matojo rubio
que parecía pelear contra velcro a diario, y en su mirada ambivalente: por un
lado, su parche personalizado (con tibias y calavera) amparando el único rincón
vacío de un alma llena hasta los topes, y, por el otro, su faro de Alejandría
de luz de miel, capaz de proponerle mil aventuras en tan sólo dos parpadeos. De
súbito, la añoranza se le escapa en ribetes por los ojos, haciendo buena la
paradoja de lo que duele y sana a la vez. Le vuelve a dar uso a la manga de su
camisa y, tras agradecer el algodón 100%, se levanta buscando asiento sobre el
edredón. Un suspiro y tres refregones después, topa con el número 721 de The Human
Science, entreabierto sobre la
almohada: “El premio Nobel de medicina, Sebastián Uzqueta Doncel, habla con
nosotros sobre su controvertida postura respecto a la ingeniería genética y la
clonación en humanos”, lee para sí, negando con la cabeza.
– ¡Cariño, Idoia
está de vuelta! ¿Bajas?
– ¡Sí, sí!
¡Voy, voy!
Sebastian
Uzqueta se abalanza sobre los cajones y las baldas, devolviendo todo aquel
conjunto arqueológico a un nivel de entropía aún mayor al que presentaba cuando,
minutos antes, lo liberara de su mortaja de madera y tiempo. Se recompone, sale
y se precipita hacia las escaleras, para, a mitad de camino, encontrarse con
doce relamidos años enfundados en un jersey de punto gris y una falda larga.
– ¡Hola,
princesa! ¿Qué tal fue tu clase?
– Bien, bien –ríe con tibieza,
cierra sus grandes ojos y resopla–. ¡Aunque algo cansada! –Finalmente se acerca
a darle un abrazo.
Su padre
responde levantándola y añadiendo:
–¿Bajamos andando, corriendo o
volando?
– ¡No, no,
papá! ¡Eso ya no! Mejor no, te vas a hacer daño, y yo ya soy mayorcita. El mes
que viene cumplo trece años ¿No te acuerdas?
– Sí, sí,
claro. Era broma –La deja sobre el parqué y repasa su larga trenza rubia con la
mano.
– ¿Quieres
escuchar lo que he aprendido, papá?
– Claro,
princesa. Siempre.
Bajan y, de
la mano, sale con ella hasta el jardín. Su mujer la apretuja con fuerza y la
zarandea.
– ¡Mamá,
déjame, que voy a tocaros lo que he aprendido hoy! –protesta la cría,
deshaciéndose de la presa, para después encaminarse con diligencia hacia la
mesa donde dejó su instrumento.
Estíbaliz
se reclina de nuevo en su mecedora, se gira hacia su marido y, ofreciéndole una
mano, observa:
– Cariño ¿No crees que deberíamos
entrarnos? Ya refresca, hace tan mal día como ayer. ¡El mismito!
– No, no
–replica él–. Realmente no es igual… hace un poco menos de frío. Además, ayer a
estas horas ya había llovido –Coge su mano e inspira con profusión–. ¡Nunca es
igual, mi vida! Podríamos quedarnos un ratito más ¿No?
Ella
asiente, tira de su brazo e, indicándole que se siente a su lado, le sonríe:
con la boca, los ojos, las patas de gallo, e incluso las estrías. El viejo
Sebastián Uzqueta deja caer todo su peso en la fibra sintética, se estira y
aferra con firmeza sus manos, sintiendo sus arrugas, respirando a su par. A la
par que una melodía de fagot que se funde con las primeras gotas de lluvia.
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