miércoles, 12 de noviembre de 2014

WHITE ZOMBIE (Primer ejercicio del taller de escritura)





        
        El siguiente ejercicio corresponde al primero de un taller de escritura que comencé hace algo más de una semana. Las reuniones son quincenales y normalmente implicarán la elaboración de escritos para su posterior análisis entre todos los asistentes. El fin es mejorar y disfrutar. Ahí va el primero.

        Elige una prenda de ropa que ya no esté en tu poder. Descríbela y cuéntanos su "biografía", cómo llegó hasta tus manos, qué vida le diste, cómo la perdiste, etc.

        Este es mi ejercicio

      WHITE ZOMBIE

            Aún lo recuerdo.
Logro evocarme sobre aquel edredón hortera de fibra sintética, pegado a la ventana, y ajeno a como, minutos después, daría contigo entre la amalgama de reclamos para adolescentes de aquel sacrosanto catálogo noventero. Lo abrí curioso, e iluminado por los haces procedentes del patio de luz, me dispuse a echarle un vistazo.    
            Allí estaban todas ellas, fuera cual fuera la necesidad del consumidor de turno: perfectamente dispuestas, S, M, L, XL o XXL, negras en su inmensa mayoría (¡cómo no!) y acompañadas de aquel olor a tinta, propio del papel cuché no cubierto; como el de la propaganda del PRYCA cuando no era Carrefour, como por entonces. Pasaba hoja tras hoja, seguro de no encontrar nada para mí, nada que encajara con la timidez del que quiere llamar la atención sin que se la llamen; aunque era tal el despliegue de calaveras, la exaltación a la novela de espada y brujería, y las constantes referencias a las drogas blandas, que hubiera sido muy difícil no morder el anzuelo. De todos modos, me solían hacer acreedor de ese adjetivo tan nuestro, “especialito”, y tenían razón, hubiera devuelto aquel fabuloso inventario sin despeinarme. Estuve un buen rato sin dar con nada adecuado. Pero, justo cuando iba a relegarlo a la mesita de noche, te encontré.

De repente, el resto de cuartilla resultó devorada por el desinterés más absoluto, y la superficie, donde lucías plasmada, pareció adoptar un tono más satinado del que (hoy día estoy seguro) debía tener. Me miraste profundamente con tus ojos de no muerta y me di cuenta de cómo eras: tétrica pero no excesivamente seria, imponente pero no estrambótica, sencilla pero no incompleta, blanca y negra, perfecta. Estaba decidido a llevar aquel zombi blanco en mi torso: con su mirada vacía, sus arrugas, sus amputaciones y una enorme equis cruzándole la frente. El resto era negro, excepto por un “White Zombie” que rezaba en la espalda, justo a la altura de los omóplatos; poco después supe que era el nombre de un conjunto cuyo estilo oscilaba entre el noise rock y el industrial metal.  Sería faltar a la verdad omitir que te hubiera preferido con las mangas más cortas. Pero, a pesar de aquel pequeño inconveniente, valió la pena semejante hallazgo, la pena y unas mil doscientas pesetas de la época, ¿o fueron mil quinientas?; a ser sincero, realmente no lo sé. Siempre he pensado que solemos acordarnos mejor del precio de aquello que nos decepciona, caso que no fue el tuyo. Es más, aquello que en un principio me escamó, resultó ser toda una ventaja, una peculiaridad que te distinguía, acabaste siendo la preferida de un aburrido harén que te veneraba, más si cabe en los inviernos, pero todavía más en los entretiempos (esos mismos que actualmente son como las hadas, el yeti o el monstruo del lago Ness).

Si lo intento, soy capaz de traer a mí varios recuerdos de tu algodón 100%: en menor parte cristalinos, la mayoría tan sólo reminiscencias.
El más vívido data de poco tiempo después de tu adquisición. Ni siquiera ubico con certeza la primera vez que te enfundé, pero sí aquella mañana. Desfilaba debidamente uniformado contigo por los pasillos del I.B. Averroes; cabeza alta, paso raudo, y mostrando con orgullo tu efigie de ultratumba, con tu afilada dentadura sobredimensionada en mi escuálido pecho. Cuando, súbitamente, y al girar una esquina de la segunda planta, me topé con dos expresiones radicalmente antagónicas: la primera, digna de cualquier ilustración de diccionario para el término “sorpresa”, y la segunda, carente de toda vida, con una hilera de dientes sumamente familiar. No te preocupes, no me lo tomé a mal, ya sabía que te fabricaban en cadena. Pero aun así, ingenuo de mí, esperaba que te emocionaras al verme, al verte. Aún me sale la sonrisilla cuando rememoro a Andrés (mi mejor amigo) dándose la vuelta despavorido y mascullando: – ¡Tío, tío! ¡Que se van a creer que somos hermanos! ¡Tío, tío! –Me satisface poder decir que fui el único afortunado en contemplar la génesis de los llamados zombis rápidos; en el cine se pusieron de moda una década después.
Te exhibí en muchas otras ocasiones, aunque ninguna tan memorable.
Quizá, al margen de aquella historia, tu labor más reseñable fue la de hacerte parte insustituible de un disfraz que, una noche de Halloween, acerté a denominar como “el arlequín del averno”. Y es que te convertiste en el complemento perfecto del resto de componentes: unas mallas de mi hermana, las gruesas cadenas del camión de mi padre (responsables estas de un legendario dolor de cervicales), pintura a granel, y aquel gorro de bufón que gané en las canastas de la feria. Acabaste erigiéndote, sin lugar a dudas,  en elemento fundamental de aquel siniestro conjunto.

Volví a ataviarme con mi engendro carnavalesco numerosas veces más, aunque ya sin ti. Te suplió una réplica exacta; algo que debo agradecer a Andrés que, además de buen amigo, no es tan despistado como yo (y te daba poco uso, todo sea dicho).
No sabría decir  en que momento cambiaste de manos. No obstante, intuyo que fue en el gimnasio o en la piscina donde nuestros caminos se separaron. Lo único que se, es que me apenaría pensar que tus huesos de tela blanca hubieran ido a parar bajo un fregadero, pegados al naranja butano de una bombona, y dispuestos a ejercer de fieles compañeros del limpiacristales. Sería esa una labor indigna, impropia de una protagonista como tú. Y, como yo no te hubiera desterrado a semejante cementerio de elefantes, me gusta creer que, aún hoy, sigues reposando en algún cajón, rodeada de otras prendas que envidian tu porte, tu presencia… tu majestad.

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